Breve historia

Los orígenes

Eran tiempos difíciles. México estaba saliendo apenas de una de sus más dolorosas aventuras: la Revolución, heroica gesta de un pueblo en lucha para reivindicar sus derechos fundamentales, pero que, entre sus consecuencias negativas, había traído una persecución religiosa. Iglesias cerradas; obispos y sacerdotes expatriados o muertos, lo mismo que muchos laicos que luchaban en defensa de su fe.

Alguien llamó a ese momento «la agonía de la nación». Tal vez no lo era, tal vez era sólo la oscuridad que precede a un amanecer, pero quienes vivieron ese momento histórico lo veían como “agonía”, y seguramente no les faltaban razones para hacerlo.

En esas circunstancias de incertidumbre y riesgo, el 25 de diciembre de 1914, en la capilla de las Rosas del Tepeyac (Cd. de México), nació la Congregación de los Misioneros del Espíritu Santo.

Era Navidad, fiesta de la esperanza, que recordaba el nacimiento de Jesús acaecido también en momentos difíciles, momentos de angustiosa incertidumbre. Lo que humanamente parecía una gran imprudencia —fundar una Congregación—, evangélicamente se realizaba bajo los mejores auspicios: los del recuerdo de un Dios que nacía en carne de hombre bajo el signo de la pobreza y la persecución para liberarnos de toda esclavitud; los de ese lugar en el que María de Guadalupe se había hecho presente a Juan Diego, un indígena despojado de todo bien material y de todo poder humano, para manifestar su amor maternal y ofrecer su protección al pueblo que nacía en la pobreza, la violencia y la opresión.

Los fundadores

En el momento en que nacían los Misioneros del Espíritu Santo estaban presentes tres personajes con fama de santos, dos hombres y una mujer. Desde años atrás habían recibido del Señor la promesa de esa futura fundación y habían luchado intensamente para conseguirla. Eran Mons. Ramón Ibarra y González, entonces arzobispo de Puebla, quien celebró la Misa en que canónicamente se iniciaba en la Iglesia la nueva congregación; el P. Félix de Jesús Rougier, escogido por Dios para fundar a los Misioneros del Espíritu Santo, y la Sra. Concepción Cabrera de Armida, inspiradora y promotora de la nueva fundación.

Tres personajes providenciales: un santo y dinámico pastor de la Iglesia mexicana, un sacerdote apasionado por seguir con plena fidelidad los designios del Señor, y una mujer seglar que, adelantándose a los tiempos del Vaticano II, se entregó con entusiasmo al servicio de Dios y de los hombres. Tres instrumentos providenciales para el establecimiento de la Obra de la Cruz y de cada una de sus cinco ramas, de las cuales los Misioneros del Espíritu Santo fueron cronológicamente los últimos en ser establecidos en la Iglesia. Estas cinco Obras buscan vivir la Espiritualidad de la Cruz y difundirla en el mundo.

El camino

Al principio, podría decirse que fue una simple vereda, llena de vericuetos, tropiezos y altibajos (más “bajos” que “altos”). Número de novicios: uno, Moisés Lira; el segundo, el P. Domingo Martínez, de Morelia, no ingresaría al Noviciado sino hasta principios del siguiente año. La residencia: la “Casa de los tepalcates”, una humildísima vivienda cercana a la Villa de Guadalupe, con el mobiliario más austero que se pudiera pensar: la mesa del comedor era un simple cajón de madera, con un periódico por mantel. El formador: el P. Félix de Jesús, que había sido prestado por su congregación, la Sociedad de María, únicamente por dos años, con la terrible incertidumbre que eso significaba.

El noviciado fue cambiando de casa en casa, algunas sólo después de unos días de ocupadas, debido al peligro de ser descubiertos por los perseguidores. Antes de establecerse de manera más estable en Tlalpan, pasó por muchas casas.

Los permisos del P. Félix se prorrogaban temporalmente hasta que, por fin, doce años después, se le permitió pasar a formar parte de la Congregación por él fundada.

Fue hasta 1918 cuando se fundó en Tacubaya (Cd. de México) la primera comunidad de pastoral.

Luego vendrían otras fundaciones.

Este fue el comienzo de un largo camino, muchas veces doloroso, del que aún nos queda mucho por recorrer.

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