El Espíritu Santo ungió a Cristo como sacerdote en la encarnación. Lo impulsó a cumplir su obra redentora y fue el don que Jesús recibió del Padre para derramarlo sobre el mundo y santificar a la Iglesia.
Este divino Espíritu, que habita en nuestros corazones, nos transforma en ofrenda permanente con Jesús crucificado y nos lleva al conocimiento pleno del misterio de Dios y de la cruz.
Él, que distribuye sus carismas como quiere, nos ha escogido para asociarnos por la cruz a su misión de Santificador y nos ilumina e impulsa para que vivamos y ayudemos a los demás a vivir el espíritu de Cristo Sacerdote y Víctima.
Por eso nuestra vocación nos consagra de manera especial al Espíritu Santo y nos exige que seamos devotísimos de este divino Espíritu y dóciles a sus inspiraciones.
La solemnidad titular de la Congregación es Pentecostés.